El adulterio se define como la relación carnal entre una persona casada y otra no casada o entre dos casados en distintos matrimonios no disueltos. Durante muchos siglos estuvo considerado como un delito grave y como tal fue castigado con las más severas penas, cuya gravedad varió en función de la época y de los territorios contemplados.
Gracias a los
documentos guardados en el archivo diocesano de Cuenca, conocemos los detalles
de un caso singular ocurrido en Mira. Esta historia se inicia en el verano de 1627, cuando el molinero del pueblo, Martín Sanz, acusa a su mujer Ana de
Ruescas y a Juan García Lázaro de adulterio. Días después, el viernes 30 de julio de aquel año, se llevó a cabo
el juicio, y los alcaldes ordinarios Diego Ruiz Jubera y Vicente García,
hallaron culpables a los acusados del delito de adulterio y dictaron sentencia
ordenando que se construyera un cadalso en la plaza pública de la población (posiblemente
en la actual plaza del ayuntamiento) y allí fuesen entregados ambos
públicamente al marido de Ana para que éste hiciere lo que quisiere de ellos.
A la espera del castigo,
Ana de Ruescas fue puesta en prisión en
casa de Mateo Sánchez Domínguez «con prisiones a los pies, cadena y grillos» y
a Juan García, su amante, lo pusieron preso en casa de Miguel Sánchez.
Según el testimonio de Cecilia Sánchez, mujer de Mateo Sánchez
Domínguez, una mañana, mientras su marido había salido temprano para trabajar
en el campo, oyó a Ana que la llamaba y cuando acudió le dijo que quería
confesar. Cecilia le contestó que no podía ser si no lo autorizaba la justicia.
Al día siguiente, mientras Cecilia estaba amasando pan, se presentó en dicha
casa el vicario don Pedro Ferrer, en compañía del sacristán Juan Ferrer,
diciendo que venía a confesarla. Cecilia le dijo que no podía pero Pedro la
llamó y Ana «bajó» (por lo visto estaba recluida en algún piso superior de la
casa y a pesar de las cadenas podía moverse con cierta facilidad) y comenzaron a
hablar. Ana le recriminó su tardanza a lo que el vicario argumentó que no había
ido antes «por ser el caso que era». Cecilia comprendió que debía acceder a que
don Pedro la confesase y lo consintió pero apremiándoles con la excusa de que
«la masa ya está en el horno» y se quería ir. Creyendo que Ana se quedaba
confesando se retiró de la estancia a sus quehaceres para dejarlos a solas en
confesión. Al poco rato le pareció ver una sombra que cruzaba por la casa y
salió para ver qué ocurría. Sorprendida y asustada pudo comprobar que no
estaban ni Ana ni el vicario. Entonces empezó angustiada a llamarla a voces por
la calle pero nadie le respondió. Una pequeña niña le dijo que Ana había ido a
la iglesia. Cecilia se fue inmediatamente a casa del teniente de alcalde Juan
de Barea para informarle de lo ocurrido.
Según las declaraciones del
vicario, este se encontró a Ana de Ruescas dentro de
la iglesia pidiendo protección. El vicario la metió en la sacristía vieja de
dicha parroquia («que está debajo del altar mayor») con la ayuda de Juan
Ferrer, el sacristán. Allí ella le manifestó que estaba presa por adúltera y
que la habían condenado a muerte. Al poco rato irrumpió en la iglesia «con
mucha cólera y enojo» el teniente de alcalde Juan de Barea, el cual tomó a Ana
y la sacó por la fuerza, quebrantando así
el derecho de asilo de un edificio religioso, por el cual se ofrecía protección
segura a determinados delincuentes, criminales y deudores, ya fuera frente a la
venganza de sus víctimas o de la ley.
El día 5 de agosto
(tan solo cuatro días más tarde de los luctuosos hechos de la iglesia) los
alcaldes ordenaron que se llevara a cabo la sentencia en el cadalso dispuesto
en la plaza, prohibiendo que ningún seglar fuese osado de subir a él bajo pena
de doscientos azotes. Fueron testigos: Martín Ruiz, alguacil; Bartolomé Conde,
Francisco de Fez y Sixto Martínez viejo, todos ellos vecinos de Mira. Se hizo
pregón público y Ana de Ruescas fue sacada del lugar donde se encontraba presa
con sus «prisiones y cadenas» y entre la expectación y la murmuración del
pueblo allí congregado fue atada de pies y manos y entregada a su marido Martín
Sanz, quien le tapó los ojos y la degolló «por la garganta». El cuerpo
desangrado quedó allí expuesto «un rato» sobre el cadalso en medio de la
multitud hasta que la justicia se lo llevó.
Lugar donde posiblemente se llevó acabo el castigo |
Varios días después, un
juez provisor episcopal mandó encerrar al teniente alcalde Juan de Barea y a
los alcaldes ordinarios Diego Ruiz y Vicente García, acusados de haber violado
el derecho de asilo de un lugar sagrado. Por su parte el vicario Pedro Ferrer,
fue acusado por el santo oficio de haber sacado a una mujer de la cárcel para
llevarla a la iglesia, y aunque en un principio fue encerrado en la cárcel de
familiares de Cuenca, al final todo quedó en una simple amonestación.
Durante el siglo
XVIII las diversas bulas pontificias, los breves y los concordatos emanados de
la Iglesia Católica acabaron por anular de hecho el Derecho de Asilo tal y como
fue conocido y aplicado hasta entonces.
BIBLIOGRAFÍA:
- Adulterio y derecho de asilo en castilla. El suceso de Mira. José Alabau Montoya.