De escribanos a notarios


Desde los primeros momentos de la aparición de la escritura, surgida de la necesidad de comunicar, transmitir y dar permanencia a los hechos y pensamientos en las culturas de la Antigüedad, se tiene constancia de la existencia de personas encargadas de escribir para otras. A través, fundamentalmente, de las representaciones artísticas nos ha llegado la imagen, por ejemplo, del escriba egipcio. Sin embargo, para perfilar los rasgos que definen la función notarial desde la Edad Moderna hemos de remontar el estudio de su evolución histórica a la Roma de la época imperial, cuando se desarrolla un tipo de escriba profesional, denominado tabellio, dedicado a la escrituración de los negocios jurídicos de los particulares.

Bastantes siglos después, en el siglo XI, con la rápida extensión territorial de los reinos hispánicos derivada de los avances de la Reconquista y la subsiguiente incorporación de tierras, el resurgir de las ciudades y las transformaciones socioeconómicas experimentadas en el medio urbano, en los reinos de León y Castilla, el estamento de los scriptores profesionales contempló un notable desarrollo. Será desde el siglo XII cuando estos scriptores, que habían protagonizado un incremento sucesivo, empiecen a ser denominados en castellano “escribanos” y sean predominantemente laicos, sobre todo en el espacio urbano.

Un momento importante fue la ordenación notarial llevada a cabo por el Rey Alfonso X el Sabio, con las leyes promulgadas por el Fuero Real y Las Partidas, que asentó la idea de que el escribano no era un simple scriptor profesional, sino el titular de un oficio público cuya actividad quedaba regulada por la ley.

Entre las condiciones para ser nombrado escribano por el rey figuraban tanto las morales como las intelectuales. Debían ser hombres libres, cristianos de buena fe, saber escribir bien y ser conocedores del arte de la escribanía; debían ser legos y guardar secretos sin quebrantarlo excepto cuando podía perjudicar al rey; y ser vecino de los lugares donde ejercían para tener así un mejor conocimiento de las personas que acudían ante él para registrar sus actos.

Una característica de los documentos realizados por los escribanos era añadir un signum. Esta señal era concedida por el rey junto con el título real para que el nuevo escribano refrendase las actuaciones. Cada escribano tenía su signo personal.


Durante los Reyes Católicos, además de lo legislado en Las Partidas, la aprobación del consejo real debería ir firmada al dorso por tres de los letrados que formaban el consejo real. Y una vez recibida esta autorización el rey procedía automáticamente a su nombramiento.

Bajo el reinado de Carlos I se promulgará otra formalidad considerada indispensable, desde ese momento, para ser admitido al examen por el Consejo real y recibir el título de escribano, debía llevar un informe de la justicia del lugar donde residía en el cual se testimoniaba su habilidad y buena conducta. También se permitió la venta del oficio.

Posteriormente Felipe II fijará la edad mínima para poder ejercer el oficio de escribano en veinticinco años. Bajo el gobierno de Carlos II se dispuso que además de la información de legitimidad, limpieza de sangre y edad se justificara por escrito haber permanecido durante un periodo mínimo de dos años en el oficio de un escribano bien seguidos, o alternos, como escribiendo, durante los cuales se iría familiarizando con las fórmulas legales. Sin embargo las leyes, se fueron flexibilizando y adaptando a las necesidades temporales existentes.

Los nombramientos de los escribanos podían ser de varias clases, siendo los escribanos reales y los de número los más habituales: los escribanos reales, podía ejercer la profesión en cualquier punto del Reino y los escribanos de número, antecesores de los actuales notarios, quienes ejercían sus funciones en un enclave (Ciudad o villa) o zona en el que estaban autorizados a actuar. El nombre de esta última clase viene de que, ante las continuas mercedes que de estos oficios de escribanías otorgaban los reyes, las ciudades fueron obteniendo el derecho de limitar el número de escribanos.

La imagen del escribano no fue muy buena hasta el siglo XIX, aparte de las continuas quejas por el excesivo número de escribanos y por las pérdidas de escrituras por no cumplir las leyes sobre inventariado y guarda de los registros de los escribanos muertos, había otra consecuencia que tuvo una mayor incidencia social, y será el elemento que mayor sombra proyectará sobre la figura del escribano: La inversión que significaba la compra de la escribanía, la tenía que amortizar con el cobro del arancel, y esto debió provocar, en más de una ocasión, el cobro de honorarios abusivos, a pesar de la minuciosa legislación que establecía el precio máximo por actuación.

La notaría moderna se inicia durante el reinado de Isabel II con la reforma de la Ley Orgánica del Notariado de 1862, cuando entre varias novedades, se consagra un principio fundamental: los protocolos no son de propiedad privada sino que los protocolos pertenecen al Estado. Esto inicia la red archivística, con el establecimiento, por la misma ley, de los archivos territoriales para protocolos de cierta antigüedad. También durante el mismo siglo la denominación de escribano se deja de usar progresivamente y se afianzará la de notario.

Escribanos en Mira
La referencia más antigua de este oficio la tenemos en los conflictos entre Mira y Requena por los gastos del corregimiento a principios del siglo XV. En ese momento Mira era una aldea de Requena y los mireños mostraron su disconformidad por tener que sostener económicamente los gastos abusivos del Corregimiento, entre ellos la escribanía de cámara que estaba en Requena. El problema se solucionó llegando a un acuerdo en varias condiciones. En lo que respecta a la escribanía, se estipuló que cada vez que el escribano requenense tuviera que ir a Mira a tomar y recibir cuentas del concejo mireño, se le pagara 70 maravedíes por día, no pudiendo emplear más de cuatro días entre ida y vuelta. Si los propios mireños se acercaban a la villa matriz eran eximidos de este gasto.

En 1537, Carlos I concedía la exención a Mira que se constituía nuevamente en villa, pero no sería hasta 1567 cuando tenemos noticias de que en la estructura de oficiales del Concejo de Mira estaba constituida con un escribano, aunque no conocemos su nombre.

No volveremos a tener noticias hasta el catastro de ensenada de 1753, donde se informa que en la villa de Mira cuenta con un escribano de número que ejerce Lorenzo Ferrer Yranzu, con un salario de seiscientos reales hasta mil quinientos reales de utilidad. Nada más sabemos.

En la primera mitad del siglo XIX, dos escribanos mireños serán protagonistas dando fe de certeza en varios documentos tanto en Mira como en pueblos próximos. Uno de ellos, fue Leandro Domínguez García, persona que nació en el municipio en 1777, hijo de Manuel Domínguez y Ana García, ambos también de Mira. Sería a la edad de 26 años, cuando formalizó una petición para presentarse al examen de escribano real, alegando la falta de escribanos tanto en Mira como en pueblos cercanos. Aparte de reunir los requisitos básicos, debió pagar una cuota de 200 ducados de vellón y presentar un expediente de limpieza de sangre. El dato de la cuota es interesante, si convertimos los 200 ducados de vellón a reales, estaríamos hablando de unos 2200 reales aproximadamente. Por aquella época un jornalero podría ganar sobre unos tres reales y medio al día en el mejor de los casos. Esto nos pueda dar una idea de que la profesión de escribano no estaba al alcance de cualquiera. Finalmente su solicitud fue aceptada y el examen aprobado, concediéndole una escribanía como escribano real. De entre los documentos que dio fe de certeza, conocemos uno realizado para el mireño Antonio Martínez Sierra, quien en 1818, presentó una solicitud para poder estudiar cirugía en el Real Colegio de Medicina y Cirugía de San Carlos.

Signum de Leandro Domínguez

El otro escribano mireño fue Tomás María Ferrer Sánchez, de cuya persona de momento tenemos poca información. Quizás fuera familiar de Lorenzo Ferrer Yranzu. Solamente conocemos que en 1804 fue admitido como escribano de número. De entre los trabajos realizados, tenemos constancia de un documento de 1822, sobre la venta de un terreno otorgada por Dª María Jiménez, a favor del conde de Salvatierra, marqués de Villora.

 Signum de Tomás María Ferrer Sánchez

A partir de la segunda mitad del siglo XIX, Mira deja de tener escribanos en el municipio y los mireños tendrán que utilizar los servicios de profesionales de poblaciones próximas, como Tomas Sánchez en Camporrobles o Vicario Sánchez Mura en Landete.


BIBLIOGRAFÍA:
- Breve estudio sobre los escribanos públicos malagueños a comienzos del siglo XVIII. Marion Reer Gadow
- Los signos de los escribanos públicos. Eva Mª Mendoza García.
- "Lo de Mira": De concordias, diferencias, pleitos y segregaciones: Autor: Ignacio Latorre Zacarés
- La figura del escribano. María Jesús Álvarez-Coca González
- Pares. ES.28079.AHN/1.1.5.14.2//CONSEJOS,29429,Exp.2
- Pares. ES.28079.AHN/1.1.5.12.2//CONSEJOS,27468,Exp.83
- Pares. ES.28079.AHN/1.2.5.1//UNIVERSIDADES,1226,Exp.73
- Archivo de Teruel